Nadie nos vio llegar cuando entramos en las empinadas calles
de tierra de Pulacayo. "Pueblo minero", rezaba un cartel
y más abajo se leía: "Proyecto turístico Pulacayo". No
había señales de vida: ni un zumbido de motores,
ni una voz, ni un rumor llegaba de ese lugar. Sólo corría el viento
de las cordilleras, silbando. Y en esa hora de rancia soledad,
en la cual creíamos haber hallado un pueblo fantasma, alguien venía
caminando sin apuro y nos miraba a nosotros mismos como si fuésemos
aparecidos.
-¿Hay algo así como una oficina
de turismo acá?- le preguntó Anibal, asomándose desde el volante
de la camioneta.
-Ah, ése es el Ángel- respondió el
hombre, como si revelara una extravagancia- A esta hora pueden
encontrarlo.
Y nos indicó el camino. Seguimos
una vía que atravesaba parte del pueblo. Pasamos frente a esas
casas solas, de paredes terrosas, cuyas puertas de madera reseca
parecían cerradas para siempre, hasta llegar a una pequeña playa
de maniobras donde varias locomotoras antiguas nos cerraban el
paso. Más allá se entreabrió un gran portón de hierro y apareció un
hombre menudo, de modales parcos y amables, que se acercó a nosotros.
Todo ángel, se sabe, es un mensajero.
-Están ustedes en Pulacayo-
nos dijo- una de las ciudades mineras más importantes de la historia
de Bolivia. Si quieren quedarse, hay mucho para ver.
Era Ángel Rivera Barja. Un pulacayeño
que estudió economía en Potosí, pero prefirió quedarse en su pueblo
para enseñar historia. Sueña con transformar todo el pueblo en
un museo minero abierto que atraiga al turismo. Hablaba como para
sus adentros, con una voz queda pero no privada de fe:
-Aquí mismo llegó a vivir uno
de los presidentes de la República, don Aniceto Arce. Está su casa
intacta y en ella todavía se halla el mobiliario traído de Europa.
Hay chimeneas de mármol, vajilla de plata, arañas de cristal y
también un piano de cola. Lo que ven aquí son las antiguas locomotoras.
Aquella es la primera que llegó a Bolivia en 1889 y unía el puerto
de Antofagasta, en la costa del Pacífico, con el asentamiento minero
de Huanchaca, que está a unos kilómetros de aquí. Arce hizo construir
el ferrocarril que recorría ese trayecto porque en esa época era
el dueño de la mina. Aquella otra máquina con su vagón baleado
es lo que queda del tren que asaltaron los bandidos Butch Cassidy
y Sundance Kid, porque aquí en Pulacayo había mucha riqueza entonces
y no les pasó desapercibida cuando llegaron a Bolivia.
El paisaje, que revelaba jornadas
de hierro y humo y viajeros, parecía una postal literalmente sepia.
Todo se había detenido y de inmediato supimos que habíamos llegado
a Pulacayo para escuchar su historia.
No había hoteles en ese pueblo,
ni restaurantes, ni cafés. Pero los hubo. Para pasar las noches Ángel
nos llevó a una de las construcciones que revelaban su viejo esplendor:
las llamaban los Ranchos, pero eran grandes residencias donde se
alojaban los administradores de las minas. Allí hubo chefs franceses,
salones elegantes y banquetes y un obsequioso cine privado. Cuando
entramos al amplio salón de recibo el vacío que habían dejado los
años parecía resonar en nuestros pasos. Nos recibió una mujer anciana,
que hablaba con monosílabos y nos condujo por un laberinto de largos
pasillos, flanqueados de altas puertas. Elegimos tres habitaciones contiguas. Allí nos armarían
las camas para la noche, pero en esa hora rotunda en la que el
sol lo redimía todo, preferíamos no pensar lo que sería ese sitio
a oscuras. Estábamos hambrientos. Luego de una larga hora la mujer
nos cocinó unos huevos que comimos con unos trozos de pan y café.
Luego Ángel, en las escalinatas de la entrada, nos contó bajo el
sol la historia de Pulacayo, que para él reflejaba, como en un
juego de espejos, toda la historia de Bolivia.
El atardecer estaba lejos. Desde
el pueblo, arracimado en la falda de la cordillera de los Frailes,
el cielo también parecía inalcanzable. Otro hombre llegó entonces.
Su voz tenía la misma templanza y demora con la que miraba las
cosas de la vida
-Soy Apolinar Salvatierra -se
presentó- Mientras Ángel va a dar sus clases puedo acompañarlos
por el pueblo.
Nos despedimos de Ángel y lo
seguimos. Apolinar se detenía en todos los sitios solitarios y
cerrados: invariablemente, como si toda su fuerza viniera del recuerdo,
los vestía con su voz. Entonces su relato se poblaba de gente.
Desfilaban los mineros con sus mujeres y las galas mejores para
entrar al cine a ver lo que llamaba "seriales cowboyescas" de
Red Ryder y Hopalong Cassidy o alguna película mejicana con Pedro
Infante o Luis Aguilar. Desfilaban los que subían las lentas escaleras
de madera al Club que estaba frente al cine, o los que jugaban
al "palitroque" en los sótanos de la Sede Social o, en
fin, los que se lanzaban a las chicherías donde buscaban ciertas
mujeres, desde que las esposas habían botado al infierno aquella
casa de tolerancia demasiado visible.
Y allí estaba en pie, pintado
de verde todavía, con la hoz y el martillo de otra época recortadas
sobre una enorme plancha de hierro, el Sindicato de Trabajadores
Mineros. Allí mismo donde un día histórico se celebró aquel congreso
de la minería boliviana, cuando llegaron
al pueblo los hombres que redactaron la legendaria Tesis de Pulacayo, que
todavía hoy, no sin nostalgia, vindican los mineros.
Apolinar contaba que detrás
de todas las paredes había tesoros escondidos: maquinarias muertas,
instrumentos antiguos, hornos de fundición, trajes sin dueño y
fotografías y baúles y relojes. Parte de ese material está custodiado
por la Corporación Minera de Bolivia (la Comibol). Hace tiempo
la gente de Pulacayo pide, al menos, disponer de ese mundo de memorias
para mostrar su pueblo como lo que es: un vestigio viviente en
ese rincón relegado del altiplano, un museo de toda la historia
boliviana. Acaso ese proyecto turístico salvaría al pueblo.
Bajo una placa que decía "Alianza
para el progreso" sobre la pared de la hilandería cerrada,
nos cruzamos con un hombre viejo, de ojos enrojecidos, que gastaba
una boina marrón. Se llamaba Gilberto Rodríguez. Apenas nos saludó percibimos
que su tristeza lúcida tenía un lazo inmediato con la bondad.
-Todo es doloroso aquí, muy
doloroso. Ya no hay nada, no hay futuro.
Mientras lo decía decenas de
chicos que salían de la escuela nos rodeaban. Veían la cámara encendida
frente a don Gilberto, y no paraban de reírse y molestarse entre
ellos para ocupar el cuadro.
-No hay futuro aquí y estamos
muy alejados de lo que ocurre en el mundo. Como que no llega ni
la prensa, estamos a veces en la ignorancia. Solamente captamos
alguna noticia en la radio. Apenas lo de Bolivia, pero lo de más
allá no lo sabemos.
-Ahora cuéntenos un día feliz-
le pedimos.
-Miren, cuando yo tenía veinte
años el carnaval era lindo. Venían orquestas de todas partes. Dos
orquestas tocaban allá, de las mejores, donde ve usted esas cuatro
ventanas que brillan al sol. Ese es el club Strongest. Cinco bolivianos
era el aporte para entrar a bailar. Uno se disfrazaba e iba con
su pareja y todo el día trotaba, bailando: cueca y cerveza y cueca.
Amanecíamos en el baile. Ésa es la mejor época de mi vida.
Y de pronto, con la persistencia
de las estaciones o la piedra, desde lejos, desde aquel lugar donde
todas las promesas se habían desbarrancado, desde el fondo del
tiempo sonó, lenta y aguda, la sirena de Pulacayo.
Nadie habló.
Tuvimos un ligero vértigo, el
sentimiento de un aire de locura o algo peor, el miedo de no estar
en ninguna parte, salvo en un sueño.
-Esa sirena marca... marcaba las horas de la entrada y salida
de la mina -dijo don Gilberto, dudando acaso sobre cuál sería el
tiempo verdadero en el que sonaba la sirena. Y agregó:
-Todo tenía su horario. La sirena toca a las ocho de la mañana.
Toca... tocaba a las ocho en punto, ya para empezar a trabajar.
- Pero ahora nadie trabaja- dije.
-Ah, ya nadie trabaja -respondió don
Gilberto- Es para dar la hora al pueblo, nomás. Para complacer
al pueblo, porque nadie trabaja ya.
Cuando se hizo el silencio aparecieron
dos chicos con sus sikus. Se pararon sobre los rieles de la vía
y tocaron a dúo "Celia", en una versión temblorosa y
pequeña. Otros hicieron sonar la vieja campana del guardavía. Sus
sombras reverberaron con la nota redonda del bronce.
-Por lo menos los chicos hacen
bulla- dijo Apolinar.
Otra vez solos, entramos a una
calle de casas vacías. Hacía frío. Pulacayo, que estaba siendo
borrada en el resplandor del día, fugaba hacia la noche como un
recuerdo puro. Era así: como si el recuerdo se hubiera hecho tierra
y nosotros camináramos sobre él, taciturnos, viendo en la voz de
Apolinar lo que no estaba:
-Ésta era la calle de comercio-
dijo el hombre. Y mientras mostraba lo que dejó el vacío decía:
-En toda esta callecita había
comidas criollas, como api, chunchulines, asados
de chancho. Esto era una peluquería, esto una sastrería, aquí estaba
la tiendita bien surtida de Calderón y aquí un salón de billar
y allá una sombrerería y más allá una zapatería. Por aquí transitábamos
los mineros. Esto era una iglesia evangélica, el pastor se apodaba
Pililo y le echaba duro al trago y su madre hacía unas galletas
con miel bien agradables. Pero ha tenido que irse y sus feligreses
también se han ido.
Apolinar miró en la oscuridad
la silueta de una mujer que venía hacia nosotros por la calle de
tierra. Sonrió.
-Aquí llega mi esposa- dijo-
Les presento a Cristina Mercado de Salvatierra.
La mujer nos saludó a todos.
Tenía los ojos blandos al mirar y una firmeza escondida. Luego
supimos que era la presidenta de Asociación de Mujeres de Pulacayo.
Al hablar su suavidad se volvía vehemente:
-Que sepan de nosotros, que
sepan que hay gente que espera. Los pueblos necesitan de una mano
y hay que abrir sus fuentes de trabajo. Aquí todo se ha parado:
la maestranza, la fundición, la hilandería, la fábrica. Con ésta
van tres o cuatro veces que se paralizó Pulacayo. Pero ha vuelto
a surgir y ésa es nuestra esperanza. Yo pienso morir aquí, pero
antes quiero hacer algo por este lugar.
Apolinar nos acompañaría a cenar.
Su mujer regresaba a su casa. Pero antes de perderse en las sombras
susurró:
-Dicen que somos un pueblo fantasma,
pero los fantasmas somos nosotros.
Poco después subimos al Rancho
2, que era otro viejo hotel como el que nos destinaron para dormir,
pero que aún conservaba su cocina en funcionamiento. Nos esperaba
Antonia Anzaldo Sardán, a quien llamaban Tuca. Tenía una alegría
contagiosa y hospitalaria. Armó una mesa larga donde comió todo
el equipo de viajesinfin, junto a Ángel y Apolinar. Tuca
nos sirvió un pique macho, ese sabroso guiso boliviano de
carne, papas, ajíes, cebolla y tomate bien sazonados con ajo, pimienta
y comino .
Volvimos al Rancho 1 a dormir.
Dos o tres bombitas pálidas nos iluminaron el camino a los cuartos
y allí caímos rendidos en las camas. Nos dimos vuelta contra la
pared, acurrucados en bolsas de dormir y cerramos los ojos para
que el sueño, en lugar del miedo, nos asaltara en la negrura de
la noche.
Pero esa no era oscuridad. La
negrura verdadera, la negrura esencial, nos esperaba en el corazón
de la mina abandonada de Pulacayo. A la mañana Ángel
llegó temprano, vestido con ropa azul de minero. Apolinar se nos
unió y salimos con los autos para Huanchaca después del café. Recorrimos
un terreno escarpado, rodeado de laderas rojizas y arbustos espinosos.
En media hora llegamos al pueblo que habían fundado los españoles,
cuando en el siglo XVI buscaban un lugar para fundir la plata obtenida
en las minas de Potosí o de Porco. Hallaron agua, turba y excremento
de llama que les servía como combustible. Mucho después descubrieron
el filón de plata que fue la mina de Pulacayo y comenzaron a explotarlo
hasta que huyeron a causa de la sublevación indígena de Tupac Katari,
hacia 1780. La fundición volvió a abrirse después de la guerra
de la Independencia. En la mina hallaron mucha agua y abrieron
un socavón para desaguar. La población de Pulacayo era el sitio
hacia donde se abrió la bocamina. Muchos años después llegaría
la explotación de Mariano Ramírez y luego la de Aniceto Arce, la
formación de la "Compañía Huanchaca de Bolivia" y el
ferrocarril.
Y allí estaba Huanchaca frente
a nosotros, con su plaza central y sus casas desharrapadas, aunque
muchas de ellas tenían todavía puestos sus candados en las puertas.
Allí las cuatro paredes de la iglesia sin techo, de estilo barroco
mestizo, mostraba una inscripción de 1879. Dentro de ella aún se
distinguían las molduras de las columnas, algunos artesonados,
y se sentía, en las hornacinas de las capillas, el aire puro de
los santos huidos. Un hilo de agua que pasaba cerca y el viento
en las montañas eran los únicos rumores que poblaban este universo.
Luego subimos al cerro para
entrar al cementerio de Huanchaca. Las cruces de piedra y las lápidas
databan del siglo diecinueve. Hacia adentro advertimos una capilla
y en sus nichos se veían pequeños ataúdes rotos, con cuerpitos
de niños vestidos de seda y momificados por el aire de la montaña.
Apolinar y Ángel arreglaron uno de ellos, con absoluta naturalidad.
El cielo estaba azul y en un instante nítido en el que nadie se
movió, cayó sobre nosotros, con una oleada gigantesca, el tiempo
perdido de otras vidas.
Cuando dejamos el lugar, comprendimos
que la gente de Pulacayo creía que Huanchaca era su pasado, pero
en los malos sueños de la pena temía con razón que ese páramo de
ruinas podía ser su porvenir.
Para regresar tomaríamos un
camino distinto. Nuestros guías de ruta nos dejaron en la entrada
del túnel que atravesaba el cerro Pacamayu. Se llevaron los autos
y con ellos se fue Ángel a dar clases. Entretanto, Khédija, el
camarógrafo Adrián, Anibal y yo, con unas linternas nada sofisticadas
y sin casco, entramos a la mina. Nos precedía Apolinar. Anibal
no ocultaba su viejo entusiasmo por las grutas y las cavernas y
estaba dispuesto no sólo a filmar una parte del trayecto sino a
recorrerlo por completo hasta salir del otro lado, por la bocamina
de Pulacayo. Al verlo tan resuelto, concentrado en ese único objetivo,
toda la infancia volvió de golpe y recordé las tardes en que leí Viaje
al centro de la tierra de Julio Verne, cuando el profesor Otto
Lidenbrock le decía a su sobrino: "Ahora vamos a hundirnos
de verdad en las entrañas del mundo". Y yo, como Axel, antes
de internarme en ese largo corredor oscuro, no sin resignación,
miré una vez más el cielo, que se volvería un punto de luz remoto
hasta desaparecer cuando avanzara la caminata.
-Antaño hubo gases tóxicos aquí -dijo
Apolinar tranquilamente- Era una especie de humo que salía de la
tierra misma. Paralizaba a los mineros: comenzaba en los pies y
después les quemaba el cuerpo como una cáscara de papas. Pero ya
no hay peligro. En la época de lluvias, cuando no hay mucho viento,
el olor del gas a veces baja al pueblo.
Un carro minero, que se utilizaba
para transportar los minerales, haría ese recorrido en unos treinta
minutos. Sólo que ya no había carros allí y Anibal nos había convencido
de llegar al final. Eso habría de ocurrir cuatro horas después,
pero a mitad del camino, cuando estábamos en el corazón del cerro,
cuando el suelo estaba poceado y resbaladizo por lo que se filtraba
del caño maestro que llevaba agua hasta el pueblo, cuando hacíamos
equilibrio sobre las vías y las paredes se volvían estrechas y
de bordes filosos, cuando ya no se veía ni siquiera el puntito
de luz de la entrada o la salida, cuando estábamos irremediablemente
solos, a Anibal se le ocurrió decir:
-Apaguen las linternas.
Y lo hicimos. Y nada fue igual
para nosotros, porque nunca vimos ni veremos con estos ojos vivos
una oscuridad como aquella. La oscuridad del interior del mundo,
la negrura total y devoradora, la madre y la tumba terrestres.
Y un frío de tiniebla y un saber ciego, allí mismo, en el centro
de la materia, mientras callábamos. Hasta que alguno de nosotros
encendió la débil luz amarillenta de su linterna y nos reímos un
poco.
-En el filón los mineros trabajaban
quince minutos nomás, en cueros, mientras otro le echaba agua en
la espalda. El promedio de vida era de cuarenta, cuarenta y cinco
años- contó Apolinar- Claro que en la mina vida y muerte son la
misma cosa. Muchos enfermaban de silicosis, el mal del minero.
Y como había minas más modestas y salubres que ésta, nadie hizo
mucho para que no cerrara. Hoy quedan unos cuarenta cooperativistas,
que explotan la mina a pico y pala, como en el siglo pasado.
Cuando salimos a la bocamina
en Pulacayo estábamos exhaustos, embarrados con un lodo ocre y
pegajoso, con las caras absortas como salidas de un sueño intranquilo.
El sol último de la tarde que se iba nos rescató, pero no mucho
después llegó la noche.
Acompañé a Apolinar a su casa
y luego volví con él para cenar en el Rancho 2 cuando las calles
ya estaban sin luz. El viento seguía soplando.
-¿Usted cree en fantasmas?-
me preguntó.
-En la imaginación creo- le
dije- ¿Usted cree?
-Mire allí abajo, cerca del
hospitalito, suelen juntarse más aparecidos en las horas malignas.
Yo creo, sí. A mí me sucedió una anécdota bien grande. Faltando
poco para que se muera mi comadre, dentro de la casa donde vivo
antes de dormir comencé a cerrar todo y a apagar las luces. Pero
al cabo de un rato se abrió una puerta y surgió una mujer vestida
de blanco como si estuviera flotando en el aire. Yo me puse coraje
y luego fui por detrás de ella a cerrar la puerta cuando se fue
para otro cuarto. Y se me estremeció el cuerpo como si viera una
cosa de ultratumba. Claro que en esa hora maligna no me pasó al
menos lo que a los mareados que son adictos a las mujeres. Ellos
ven en algún rincón una dama que les comienza a coquetear y se
van con ella a una vivienda desconocida donde hablan y beben y
luego se acuestan juntos. Hasta que a la mañana siguiente el mareado
aparece durmiendo en un chiquero o en un corral. Nos han contado
que cuando una persona tiene un pecado y se muere, llega por la
noche un carro de fuego que conduce el Tío, que es el nombre que
aquí le damos al demonio, y el pecador sube allí y parte, me imagino
yo, a los infiernos. Y es nomás que el diablo existe, según yo
veo que hay apariciones.
A esta altura llegamos, por
fortuna, al Rancho 2 iluminado. Comimos todos juntos otra vez la
comida de Tuca y nos fuimos bromeando en voz muy alta a dormir
al otro Rancho. La puerta estaba abierta pero no había nadie. En
poco tiempo sonarían las doce.
Para llegar al baño debíamos
recorrer un largo pasillo en penumbras y doblar a la derecha hasta
dar con él. Nunca estuvimos tan corteses para que el otro tomara
la iniciativa. ¿Debo decir que todos los hombres del grupo tomamos
la valiente decisión de ir juntos con un coraje sin límites, digno
de chicos de cuarto grado? Volvimos con la cohesión de una tropa
y nos fuimos a dormir. Nadie habló del cementerio y de la mina
a oscuras y yo me cuidé muy bien de contar la visión de Apolinar.
Pero no pudimos dormir de un
tirón esa noche, y el viento furioso de Pulacayo se desataba golpeando
con ruido de goznes o de pasos. Un ruido que inadvertidamente se
volvía nítido y regular, como si las puertas se fueran abriendo
una a una, como si alguien recorriese los pasillos del gigantesco
Rancho y nos buscara en cada habitación para reclamar por la paz
que le habíamos quitado.
A la mañana siguiente fuimos
a tomar el desayuno que nos sirvió Tuca. Antes de irnos nos quiso
cantar un huayno dedicado al cerro más querido:
-El cerro de aquí al frente,
al que le tenemos mucha fe, es el Paisano. Si alguien se va de
Pulacayo sin despedirse del Paisano o invitarlo con una khoa,
que es una ofrenda a la madre tierrra, le va mal o se muere. Y
si mucho le dice "me voy, me voy", algo puede pasarle
y se queda enterrado acá. Yo voy a cantarles un huaynito dedicado
al cerro.
Y cantó:
-"Si en Pulacayo yo nací/
tierra minera del ayer/ es el Paisano noble guardián,/ del sufrimiento
de mi pueblo./ ¡Oh, Pulacayo, tierra minera!/ Para ti mi noble
corazón,/ para ti mi amor,/ hija de nuestro gran Potosí".
Nos despedimos de todos, de
Tuca, de Gilberto, de Ángel, de Cristina, de Apolinar. Y también
nos despedimos del Paisano, que estaba detrás, rojo en la mañana
alta.
Ese día la sirena había sonado
por última vez para nosotros, como si buscara el secreto del tiempo.
Doña Cristina Mercado nos lo había dicho: "Este pueblo todavía
está esperando que algo pueda suceder". Y mientras todos esperan
sin ira, distraídos de los reales colores del mundo y de sus cambiantes
luces, la sirena de Pulacayo, obstinada y lenta, aún suena en la
hora exacta de la desolación.
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